jueves, 12 de agosto de 2010

el arte de combinar o combinatorio no es culpa mía (*)

Todo lo que antecede a olvidar. No puedo mucho a la vez.
No la veo pero la oigo allá detrás de mí. Es decir el silencio.
A veces rehúsa. Cuando rehúsa yo sigo. Demasiado silencio no puedo.


Un día me dijo que le dejara. Es el verbo que empleó.
No sé si al decir eso se refería a abandonarle o a separarme de su lado un instante. No me hice la pregunta. Nunca me hice otras preguntas que las suyas. Fuera lo que fuera me largué sin volver la cabeza. Alejada del alcance de su voz estaba fuera de su vida.

Hacía todo lo que él deseaba. Yo también lo deseaba. No tenía más que decir qué cosa.
Yo no tenía más deseos que los que él manifestaba.

Nuestro encuentro. A pesar de estar ya muy encorvado a mí me parecía un gigante. Al final su torso era paralelo a la tierra. Para contrarestar esta anomalía separaba las piernas y doblaba sus rodillas. Sus pies cada vez más planos se volvían hacia afuera. Su horizonte se limitaba al mismo suelo que pisaba.
Yo no tenía más que incorporarme para sobprepasarle por tres cabezas y media. Un día se detuvo y me explicó buscando las palabras que la anatomía es un todo.

No era hablador. Una media de cien palabras por día y noche. Escalonadas. No más de un millón en total. Muchas repetidas. Eyaculaciones. Para rozar apenas la materia.

Todo lo que conozco me viene de él. Esto no lo voy a repetir cada vez que salga a relucir alguno de mis conocimientos.
El arte de combinar o combinatorio no es culpa mía. Es un castigo del cielo.

Otros ejemplos importantes se manifiestan en el espíritu.
Comunicación continua inmediata con salida inmediata. Lo mismo con salida retardada.
Comunicación continua retardada con salida inmediata. Lo mismo con salida retardada.
Comunicación discontinua inmediata con salida inmediata. Lo mismo con salida retardada.
Comunicacion discontinua retardada con salida inmediata. Lo mismo con salida retardada.

Para evitarle tener que decir la misma cosa dos veces debía inclinarme profundamente. Se paraba y esperaba a que yo adoptara la postura. En cuanto veía por el rabillo del ojo que mi cabeza estaba al lado de la suya empezaba sus murmullos. Nueve de cada diez veces no me concernían.

O sea que se paró y esperó que mi cabeza llegara antes de decirme que lo dejara. Desenlacé prontamente mi mano y me largué sin mirar atrás. Dos pasos y ya él me había perdido para siempre. Nos habíamos escindido si eso era lo que quería.

Sigo viendo el lugar a un paso de la cima. Dos pasos adelante y ya estaba bajando por la otra vertiente. Volviéndome no lo hubiera visto.

A él le gustaba trepar y por tanto a mí también. Exigía las pendientes más inclinadas. Su cuerpo humano se descomponía en dos segmentos iguales. Eso gracías a la flexión de las rodillas que disminuía el inferior. En una cuesta del cincuenta por ciento su cabeza rozaba el suelo.

A veces se detenía sin decir nada. No sé si porque finalmente no tenía nada que decir o porque aún teniendo algo que decir finalmente renunciaba. Como siempre yo me inclinaba para que él no tuviera que repetir y así nos quedábamos. Doblados por la cintura las cabezas pegadas, mudos, las manos enlazadas. Mientras que a nuestro alrededor los minutos se sumaban a los minutos. Tarde o temprano su pie se separaba de las flores y nos poníamos en marcha.

Si se me hiciera la pregunta en los términos adecuados diría que sí en efecto el fin de este largo paseo fue mi vida.
Veo las flores a mis pies y son las otras las que veo. Aquéllas que hollábamos al paso. Son por otra parte las mismas.

Postura de descanso. Plegados en tres encajados uno en otro. Segundo ángulo recto en las rodillas. Yo en el interior. Cuando mostraba deseo cambiábamos de flanco como un solo hombre. Lo noto de noche contra mí en toda su retorcida largura. Mas que de dormir se trataba de tumbarse.

Vivíamos de flores. Eso en cuanto al sustento.
Se paraba y sin necesidad de inclinarse cogía un puñado de corolas. Luego volvía a ponerse en marcha masticando. En general ejercían una acción calmante.
Estábamos totalmente calmados en general. Cada vez más. Todo lo estaba.
Este concepto de calma me viene de él. Sin él yo no lo tendría.

En los años que siguieron no excluí la posibilidad de volver a encontrarlo. En el mismo lugar donde lo dejé o en otro. O de oir que me llamaba. Pero no contaba demasiado con ello. Porque yo apenas levantaba los ojos de las flores. Y él ya no tenía voz.

Voy ahora a borrarlo todo menos las flores.

La noche. Larga como el día en este equivocado sin fin. Cae y continuamos.
Antes del alba ya nos hemos ido.



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(*) hecho con pedacitos de "Basta" (Beckett)

lunes, 9 de agosto de 2010

oteadores (*)

« [...]
Para explicar (aproximadamente) lo que es un artista debo recurrir a la fábula. Me avergüenza hacerlo porque es un método poco científico muy utilizado por ese enemigo de la democracia (según le califica Karl Popper) que era Platón cuando se veía obligado a explicar cosas que ni él mismo se explicaba. Me excuso, pues, de imitar a Platón, pero no todo el mundo puede ser Karl Popper.
En muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los supervivientes que, tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para el transporte de ganado.
Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino al matadero. Antes de llegar muchos murieron de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los sobrevivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos reposar en el suelo.
Los vagones, que eran la de puerta corredera, traían mínimos respiraderos en la parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para la evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban situados a unos dos metros y medio del suelo.
Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde los conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.
Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. «¿Qué se me da a mí en donde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino al matadero?», decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes a colaborar, y luego se negaban a oír y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero hasta los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.
Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla no tenían fuerzas para hablar. Llevaban quizás cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte.
También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados pues sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. «Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha hay un hangar de doce por quince...», decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros no tan rigurosos.
No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, improvisada y sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luega una pareja de burgueses que parecen amarse, ¿o son dos soldados discutiendo?; también irritaban quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado verde una planta o demasiado sucio un leñador... Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda a los condenados.
Los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia de un mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los cndenados por signos indescifrables. «Algunas mujeres de este pueblo se han reunido junto a la estación, en el abrevadero público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de ellas, con un crío en los brazos, le señala a nuestro vagón, justamente, así que voy a sacar la mano por la mirilla», decía, por ejemplo, uno de los oteadores maś apreciado por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces que aquella mujer con el niño vería la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y que quizás así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: «Yo vi a los judios pasar por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones.» Así parecía redimirse una parte del dolor, aunque sólo fuera de un modo muy ideal.
[...] »
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(*) fragmento de la entrada "Artista", del Diccionario de las Artes, de Félix de Azúa