sábado, 18 de diciembre de 2010

Orillas


Afuera ladra un perro


a una sombra, a su eco
o a la luna
para hacer menos cruel la distancia.


Siempre es para huir que cerramos
una puerta,
es desierto la desnudez que no es promesa


la lejanía
de estar cerca sin tocarse
como bordes de la misma herida.


Adentro no cabe adentro,


no son mis ojos
los que pueden mirarme a los ojos,
son siempre los labios de otro
los que me anuncian mi nombre.



Hugo Mujica



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jueves, 9 de diciembre de 2010

símil

"Muchos se quejaban de que los sabios se expresaban siempre mediante símiles, inservibles para la vida cotidiana, que es la única que tenemos. Cuando el sabio dice: «Ve al otro lado», no quiere decir que tenga uno que cambiar de acera, lo cual, al fin y al cabo, se podría conseguir si el resultado valiera la pena, sino que se refiere a no se sabe qué legendario otro lado, algo que no conocemos, que él mismo no puede precisar y que, por lo tanto, no puede sernos de mucha utilidad. Todos esos símiles solo quieren decir, en realidad, que lo incomprensible es incomprensible, y eso ya lo sabíamos. Pero los asuntos a los que nos enfrentamos cada día son otra cosa muy distinta.

A esto replicó uno: ¿Por qué os resistís? Si hiciera caso a los símiles, os convertirías en símiles vosotros también, y con ello os libraríais de las fatigas cotidianas.

Otro dijo: Apuesto a que eso también es un símil.

Dijo el primero: Has ganado.

Dijo el segundo: Pero por desgracia solo en el símil.

Dijo el primero: No, en la realidad; en el símil has perdido."


[Kafka, Fragmentos póstumos. (1922)]


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sábado, 6 de noviembre de 2010

dos cosas son solamente necesarias (*)

" De este modo, nos ubiquemos en lo bajo o en lo alto de la serie de los animales, encontramos siempre que la vida animal consiste: 1º en procurarse una provisión de energía, 2º en gastarla, por la mediación de una materia tan flexible como fuera posible, en direcciones variables e imprevistas.
Ahora bien, ¿de dónde viene la energía? Del animal ingerido, pues el alimento es una especie de explosivo, que sólo espera una chispa para descargar la energía que almacena. ¿Qué ha fabricado este explosivo? El alimento puede ser la carne de un animal que se habrá nutrido de animales, y así sucesivamente; pero a fin de cuentas, es en el vegetal que se desembocará. Sólo él recoge realmente la energía solar. Los animales no hacen más que tomarla, directamente, o pasándosela unos a otros. ¿Cómo ha almacenado la planta esta energía? Por la función clorofílica sobre todo, es decir por un quimismo sui generis cuya clave nosotros no tenemos, y que probablemente no se asemeja al de nuestros laboratorios. La operación consiste en servirse de la energía solar para fijar el carbono del ácido carbónico, y por tanto, para almacenar esta energía como se almacenaría la de un cargador de agua que la empleara para llenar un depósito elevado: una vez ascendida el agua podrá poner en movimiento, como se quiera y cuando se quiera, un molino o una turbina. Cada átomo de carbono fijado representa algo así como la elevación de ese peso de agua, o como la tensión de un hilo elástico que habría unido al carbono al oxígeno en el ácido carbónico. El elástico se distenderá, el peso caerá, la energía puesta en reserva al fin se recuperará el día en que, por una simple activación, se permita al carbono ir a reunirse con su oxígeno.
De tal manera que la vida, animal y vegetal, aparece por entera, en lo que tiene de esencial, como un esfuerzo para acumular energía y para soltarla después dentro de canales flexibles, deformables, en cuyos extremos cumplirá trabajos infinitamente variados. Esto es lo que el
impulso vital, que atraviesa la materia, quisiera obtener de una vez. Lo lograría, sin duda, si su potencia fuera ilimitada o si pudiera llegarle alguna ayuda de afuera. Pero el impulso es finito, y ha sido dado de una vez por todas. No puede superar todos los obstáculos. El movimiento que imprime es en unos casos desviado, en otros dividido, siempre contrariado, y la evolución del mundo organizado no es más que el despliegue de esta lucha. La primera gran escisión que debió efectuarse fue la de los dos reinos vegetal y animal, que resultan así ser complemetarios uno del otro, sin que haya sido establecido no obstante un acuerdo entre ellos. No es para el animal que la planta acumula energía, es para su propio consumo; pero su gasto es menos discontinuo, menos concentrado y, por consiguiente, menos eficaz de lo que exigía el impulso inicial de la vida, esencialmente inclinado hacia los actos libres: el mismo organismo no podía sostener con igual fuerza los dos roles a la vez, acumular gradualmente y utilizar bruscamente. Debido a eso, por sí mismos, sin ninguna intervención exterior, por el sólo efecto de la dualidad de tendencia implicada en el mpulso original y de la resistencia opuesta por la materia a dicho impulso, algunos organismos se sostendrán en la primera dirección, otros en la segunda. A este desdoblamiento se sucederán muchos otros. De allí las líneas divergentes de evolución, al menos en lo que poseen de esencial. Pero hace falta tener en cuenta regresiones, detenciones, accidentes de todo tipo. Y es preciso recordar, sobre todo, que cada especie se comporta como si el movimiento general de la vida se detuviera en ella misma en lugar de atravesarla. Ella no piensa más que en sí, no vive más que para sí. De allí las luchas sin número cuyo teatro es la naturaleza. De allí una desarmonía sorprendente y chocante, pero de la que no debemos hacer responsable al principio mismo de la vida.
Así pues, en la evolución la parte de la contingencia es grande. Contingentes son, con la mayor frecuencia, las formas adoptadas, o más bien inventadas. Contingente, relativa a los obstáculos entontrados en tal lugar, en tal momento, es la disociación de la tendencia primordial en tales o cuales tendencias complementarias que crean líneas divergentes de evolución. Contingentes las detenciones y los retrocesos; contingentes, en una amplia medida, las adaptaciones. Dos cosas son solamente necesarias: 1º una acumulación gradual de energía, 2º una canalización elástica de esta energía en direcciones variables e indeterminables, al extremo de las cuales están los actos libres."

* [Bergson. La evolución creadora. (ed cactus pp. 259/261)]
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jueves, 12 de agosto de 2010

el arte de combinar o combinatorio no es culpa mía (*)

Todo lo que antecede a olvidar. No puedo mucho a la vez.
No la veo pero la oigo allá detrás de mí. Es decir el silencio.
A veces rehúsa. Cuando rehúsa yo sigo. Demasiado silencio no puedo.


Un día me dijo que le dejara. Es el verbo que empleó.
No sé si al decir eso se refería a abandonarle o a separarme de su lado un instante. No me hice la pregunta. Nunca me hice otras preguntas que las suyas. Fuera lo que fuera me largué sin volver la cabeza. Alejada del alcance de su voz estaba fuera de su vida.

Hacía todo lo que él deseaba. Yo también lo deseaba. No tenía más que decir qué cosa.
Yo no tenía más deseos que los que él manifestaba.

Nuestro encuentro. A pesar de estar ya muy encorvado a mí me parecía un gigante. Al final su torso era paralelo a la tierra. Para contrarestar esta anomalía separaba las piernas y doblaba sus rodillas. Sus pies cada vez más planos se volvían hacia afuera. Su horizonte se limitaba al mismo suelo que pisaba.
Yo no tenía más que incorporarme para sobprepasarle por tres cabezas y media. Un día se detuvo y me explicó buscando las palabras que la anatomía es un todo.

No era hablador. Una media de cien palabras por día y noche. Escalonadas. No más de un millón en total. Muchas repetidas. Eyaculaciones. Para rozar apenas la materia.

Todo lo que conozco me viene de él. Esto no lo voy a repetir cada vez que salga a relucir alguno de mis conocimientos.
El arte de combinar o combinatorio no es culpa mía. Es un castigo del cielo.

Otros ejemplos importantes se manifiestan en el espíritu.
Comunicación continua inmediata con salida inmediata. Lo mismo con salida retardada.
Comunicación continua retardada con salida inmediata. Lo mismo con salida retardada.
Comunicación discontinua inmediata con salida inmediata. Lo mismo con salida retardada.
Comunicacion discontinua retardada con salida inmediata. Lo mismo con salida retardada.

Para evitarle tener que decir la misma cosa dos veces debía inclinarme profundamente. Se paraba y esperaba a que yo adoptara la postura. En cuanto veía por el rabillo del ojo que mi cabeza estaba al lado de la suya empezaba sus murmullos. Nueve de cada diez veces no me concernían.

O sea que se paró y esperó que mi cabeza llegara antes de decirme que lo dejara. Desenlacé prontamente mi mano y me largué sin mirar atrás. Dos pasos y ya él me había perdido para siempre. Nos habíamos escindido si eso era lo que quería.

Sigo viendo el lugar a un paso de la cima. Dos pasos adelante y ya estaba bajando por la otra vertiente. Volviéndome no lo hubiera visto.

A él le gustaba trepar y por tanto a mí también. Exigía las pendientes más inclinadas. Su cuerpo humano se descomponía en dos segmentos iguales. Eso gracías a la flexión de las rodillas que disminuía el inferior. En una cuesta del cincuenta por ciento su cabeza rozaba el suelo.

A veces se detenía sin decir nada. No sé si porque finalmente no tenía nada que decir o porque aún teniendo algo que decir finalmente renunciaba. Como siempre yo me inclinaba para que él no tuviera que repetir y así nos quedábamos. Doblados por la cintura las cabezas pegadas, mudos, las manos enlazadas. Mientras que a nuestro alrededor los minutos se sumaban a los minutos. Tarde o temprano su pie se separaba de las flores y nos poníamos en marcha.

Si se me hiciera la pregunta en los términos adecuados diría que sí en efecto el fin de este largo paseo fue mi vida.
Veo las flores a mis pies y son las otras las que veo. Aquéllas que hollábamos al paso. Son por otra parte las mismas.

Postura de descanso. Plegados en tres encajados uno en otro. Segundo ángulo recto en las rodillas. Yo en el interior. Cuando mostraba deseo cambiábamos de flanco como un solo hombre. Lo noto de noche contra mí en toda su retorcida largura. Mas que de dormir se trataba de tumbarse.

Vivíamos de flores. Eso en cuanto al sustento.
Se paraba y sin necesidad de inclinarse cogía un puñado de corolas. Luego volvía a ponerse en marcha masticando. En general ejercían una acción calmante.
Estábamos totalmente calmados en general. Cada vez más. Todo lo estaba.
Este concepto de calma me viene de él. Sin él yo no lo tendría.

En los años que siguieron no excluí la posibilidad de volver a encontrarlo. En el mismo lugar donde lo dejé o en otro. O de oir que me llamaba. Pero no contaba demasiado con ello. Porque yo apenas levantaba los ojos de las flores. Y él ya no tenía voz.

Voy ahora a borrarlo todo menos las flores.

La noche. Larga como el día en este equivocado sin fin. Cae y continuamos.
Antes del alba ya nos hemos ido.



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(*) hecho con pedacitos de "Basta" (Beckett)

lunes, 9 de agosto de 2010

oteadores (*)

« [...]
Para explicar (aproximadamente) lo que es un artista debo recurrir a la fábula. Me avergüenza hacerlo porque es un método poco científico muy utilizado por ese enemigo de la democracia (según le califica Karl Popper) que era Platón cuando se veía obligado a explicar cosas que ni él mismo se explicaba. Me excuso, pues, de imitar a Platón, pero no todo el mundo puede ser Karl Popper.
En muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los supervivientes que, tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para el transporte de ganado.
Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino al matadero. Antes de llegar muchos murieron de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los sobrevivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos reposar en el suelo.
Los vagones, que eran la de puerta corredera, traían mínimos respiraderos en la parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para la evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban situados a unos dos metros y medio del suelo.
Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde los conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.
Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. «¿Qué se me da a mí en donde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino al matadero?», decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes a colaborar, y luego se negaban a oír y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero hasta los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.
Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla no tenían fuerzas para hablar. Llevaban quizás cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte.
También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados pues sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. «Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha hay un hangar de doce por quince...», decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros no tan rigurosos.
No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, improvisada y sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luega una pareja de burgueses que parecen amarse, ¿o son dos soldados discutiendo?; también irritaban quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado verde una planta o demasiado sucio un leñador... Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda a los condenados.
Los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia de un mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los cndenados por signos indescifrables. «Algunas mujeres de este pueblo se han reunido junto a la estación, en el abrevadero público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de ellas, con un crío en los brazos, le señala a nuestro vagón, justamente, así que voy a sacar la mano por la mirilla», decía, por ejemplo, uno de los oteadores maś apreciado por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces que aquella mujer con el niño vería la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y que quizás así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: «Yo vi a los judios pasar por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones.» Así parecía redimirse una parte del dolor, aunque sólo fuera de un modo muy ideal.
[...] »
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(*) fragmento de la entrada "Artista", del Diccionario de las Artes, de Félix de Azúa

sábado, 30 de enero de 2010

el olvido es la atención más extremada (*)

goteo continuo del lenguaje
lenguaje hablado para nadie
todo sujeto no representa más que un pliegue gramatical

espacio neutro donde ninguna existencia puede arraigarse
la palabra es la inexistencia manifiesta de aquello que designa
el ser del lenguaje es la visible desaparición de aquel que habla


“decir que entiendo estas palabras
no sería explicarme la extrañeza peligrosa de mis relaciones con ellas
aquello que designan me aboca hacia ese afuera de toda palabra,
aquello que no habla y que, sin embargo, ha sido dicho para siempre”

anonimato del lenguaje liberado y abierto hacia su propia ausencia de límite

Durante mucho tiempo se creyó que el lenguaje era dueño del tiempo; profecía o historia
se creyó que su esencia se encontraba en la forma de las palabras o en el soplo que las hacía vibrar.
Pero no es más que rumor informe y fluido

su fuerza está en su disimulo;
es una sola y misma cosa con la erosión del tiempo;
olvido sin profundidad y vacío transparente de la espera.


La espera, en cuanto a ella, no tiene ningún objeto,
pues el objeto que viniera a colmarla no tendría más remedio que hacerla desaparecer.
tampoco es inmovilidad resignada sobre el propio terreno;

tiene la resistencia de un movimiento que no tuviera término
ni se prometiera jamás la recompensa de un descanso;
no se encierra en ninguna interioridad;
hasta sus más mínimas parcelas se encuentran en un irremediable afuera.

Lo que la ampara no es la memoria, sino el olvido.

olvido que no hay que confundir ni con la disipación de la distracción,
ni con el sueño en que se adormecería la vigilancia

olvido hecho de una vigilia tan despierta, tan lúcida, tan madrugadora
que es más bien holganza de la noche
y pura abertura a un día que no ha llegado todavía.
El olvido es la atención más extremada
tan extremada que hace desaparecer cualquier rostro singular que pudiera ofrecérsele

Desde el momento en que está determinada, una forma es a la vez
inmediatamente rechazada por la pureza de la espera
y condenada por lo mismo a la inminencia del olvido



En su ser que espera y olvida,
el lenguaje no es ni la verdad ni el tiempo,
ni la eternidad ni el hombre,
sino la forma siempre rehecha del afuera
deja ver en el relámpago de su oscilación indefinida,
el origen y la muerte


El puro afuera del origen,
no se fija jamás en una positividad inmóvil y penetrable;
y el afuera continuamente reanudado de la muerte,
no plantea jamás el límite a partir del cual se dibujaría finalmente la verdad.

Se desploman inmediatamente uno sobre otro;
el origen tiene la transparencia de aquello que no tiene fin,
la muerte da acceso indefinidamente a la repetición del comienzo.

Y lo que es el lenguaje
(no lo que quiere decir ni la forma en que lo dice),
lo que es en su ser,
es esta voz tan tenue, esta regresión tan imperceptible,
esta debilidad en el fondo y alrededor de cualquier cosa, de cualquier rostro,
que baña en una misma claridad neutra -día y noche a la vez-,
el esfuerzo tardío del origen, la erosión temprana de la muerte.

el lenguaje se desvela como transparencia recíproca del origen y de la muerte


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(*) hecho con pedacitos de "Maurice Blanchot: El pensamiento del afuera" (Michel Foucault), Parágrafo 8: Ni uno ni otro